Y no hubo nunca un grupo de chicas tan amigas y tan lindas como las que formamos las dos Temple y las dos Cooklin. Nuestro barrio se pintaba de amarillo cuando ellas hacían sonar su bicihonda fuera de la casa llamándonos por las mañanas hasta que el sol caía y se escuchaba el toque de las campanadas de la iglesia para entrar a casa. Así pasaban los días del verano más feliz de nuestra vida.
Compartiendo el descubrimiento del mundo juntas con los ojos impávidos y el aliento entrecortado.
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