La bienvenida de los mineros confundió un poco a Nina. Por un momento quizo permanecer con ellos toda la vida , como si de un cuento de hadas se tratara su vida. Su pareja, el minero mayor, notó este tinte de romantiscimo inédito hasta hoy en Nina y la mandó de regreso a casa.
Ella debía reflexionar con la cabeza fría. Era víctima de un síndrome propio de aquellos inocentes torturados : querer buscar una familia a la antigua , un sitio seguro. Ni ella era Blancanieves ,ni ellos eran los enanos del cuento, le explicó a la muchacha, quien lloraba a lágrima viva. Se sentía rechazada por quienes ella consideraba su familia . Poco a poco las lágrimas cedieron, ella enfrió la cabeza y se dispuso a marcharse a casa, los volantes muy pegados a su piel.
La angustia inicial se fue disispando y cuando arribó al Hostal, era la misma muchacha corajuda que llegó hace unos meses. Doña Petronila la llenó de besos y mimos, como si Nina volviera de la guerra y le tenía preparada una sopa levantamuertos, que consistía en trozos de carne de carnero, carne de vaca, gallina blanca, gallina negra. No permitió que la muchacha se levantara hasta que no hubiera terminado el último bocado. Y la verdad, Nina se sintió reconfortada de sus penas de amor y de cualquier dolor . Se fue directamente a la cama y durmió hasta el mediodía del día siguiente.
Tal era su cansancio emocional.
Habían transcurrido varios días y sus noches en aquella casucha de mineros.
Primero fue guarecerse de la tormenta, luego a beber historias , conocer la cruel realidad que se vivía en los socavones. Nina no imaginó el grado de la injusticia , la tortura diaria, la muerte precoz de los mineros. Cada noche se acostaba , y sin que nadie se diera cuenta lloraba amargamente.
La empresa se enriquecía con la sange de sus obreros y ella tan frágil, sin armas. Tan impotente.
La casa constaba de una sola habitación y el techo era muy bajo , casi al ras de sus narices.
Dormían todos pegados unos al otro, así calentaban entre sí , ya que no contaban más con gas ni fuego. Una noche sintió que una mano gruesa la palpaba, Sintió el calor en el cuerpo, aquél que pensaba muerto. Tomó aquella mano entre la suya, la colocó en sus pechos de paloma.
Necesitaba confirmar que ella había sobrevivido a la matanza, que su cuerpo seguía lozano y ávido de vida,
Y despertó su piel por meses dormida. No conocía al dueño de las manos que la acariciaban pero ella decidió , en gratitud, ofrecer el cuerpo entero. Bajó la mano hacia su entrepierna y ella guió, señora de sus placeres , por los círculos de su orquídea. Una vez, humedecida, a punto de explotar subió a hojarcadas y lo montó a ritmo lento, intenso, varíaba , para asegurar el placer de aquél minero de ancho pecho. Eran sonidos guturales , los suyos. De una placer que sonaba profundo, como de los socavones
Cuando ella quizo empezar a saltar, mientras se movía en forma de un ocho,
él la volteó , besó su cuerpo entero como un loco , ella clamaba, ella pedía no dejara de penetrarla.
El era un zorro viejo , quería lograr en ella el extasis sin penetrarla , Cuando ella ya no pudiera más,
el penetraría dulce y violento.
El aullido de Nina fue tan alto que despertó a los compañeros pero se hicieron los disimulados y volvieron a dormir.
Nina no pudo volver al sueño. Quedó engarzada a esa espalda fuerte, al pecho ancho de su minero.
A partir de entonces solo pensaría en volver a hacer el amor con él. A todas horas, bajo la lluvia,
a campo traviesa.
Primero fue guarecerse de la tormenta, luego a beber historias , conocer la cruel realidad que se vivía en los socavones. Nina no imaginó el grado de la injusticia , la tortura diaria, la muerte precoz de los mineros. Cada noche se acostaba , y sin que nadie se diera cuenta lloraba amargamente.
La empresa se enriquecía con la sange de sus obreros y ella tan frágil, sin armas. Tan impotente.
La casa constaba de una sola habitación y el techo era muy bajo , casi al ras de sus narices.
Dormían todos pegados unos al otro, así calentaban entre sí , ya que no contaban más con gas ni fuego. Una noche sintió que una mano gruesa la palpaba, Sintió el calor en el cuerpo, aquél que pensaba muerto. Tomó aquella mano entre la suya, la colocó en sus pechos de paloma.
Necesitaba confirmar que ella había sobrevivido a la matanza, que su cuerpo seguía lozano y ávido de vida,
Y despertó su piel por meses dormida. No conocía al dueño de las manos que la acariciaban pero ella decidió , en gratitud, ofrecer el cuerpo entero. Bajó la mano hacia su entrepierna y ella guió, señora de sus placeres , por los círculos de su orquídea. Una vez, humedecida, a punto de explotar subió a hojarcadas y lo montó a ritmo lento, intenso, varíaba , para asegurar el placer de aquél minero de ancho pecho. Eran sonidos guturales , los suyos. De una placer que sonaba profundo, como de los socavones
Cuando ella quizo empezar a saltar, mientras se movía en forma de un ocho,
él la volteó , besó su cuerpo entero como un loco , ella clamaba, ella pedía no dejara de penetrarla.
El era un zorro viejo , quería lograr en ella el extasis sin penetrarla , Cuando ella ya no pudiera más,
el penetraría dulce y violento.
El aullido de Nina fue tan alto que despertó a los compañeros pero se hicieron los disimulados y volvieron a dormir.
Nina no pudo volver al sueño. Quedó engarzada a esa espalda fuerte, al pecho ancho de su minero.
A partir de entonces solo pensaría en volver a hacer el amor con él. A todas horas, bajo la lluvia,
a campo traviesa.