Prometí a mi padre al partir, caminar por el lado derecho.
Nunca entendí bien, qué significaba lo correcto.
Desde el principio me dejé llevar por mis instintos más primarios.
Fui llevada de una lado hacia el otro por el torbellino de mi cuerpo.
Un cuerpo, que a medida que crecía, continuaba los mandatos de su intuición.
Jamás la razón ocupó espacio alguno en mis acciones.
No la pasaba mal, todo lo contrario.
Vivía feliz dedicada la adoración de los placeres del cuerpo.
A descubrir cada día, distintas formas de amar.
Y la sencillez , esa falta de miras, ella sabía, era temporal.
Sabía en lo profundo que su destino era encontrar aquello que salió a buscar.
Ya había conquistado la libertad . Se había liberado de cualquier complejo de culpa, común a cualquier muchacha burguesa. Debía cerrar la etapa de los amores pasionales, aquellos que solo un cuerpo sabe dar.
No tenía ganas de hacerlo aún. Era tan dulce aguardar por su pescador,
sorprenderlo cada noche con una novedad en el acto de amar, que ella postergaba el momento de partir. Temía perder para siempre la intensidad del placer sea del pescador y su pecho de macho descomunal o de otros pechos tan orondos como los de Alida. Los primeros amores marcan como fuego.
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