Nina entrenaba muy temprano por las afueras del poblado.
Era imperioso prepararse físicamente, fortalecer el cuerpo a resistir largos trechos en caso de huida, necesitaba piernas fuertes para las tomas de tierra. Temblar su piel a resistir el frío insoportable de la sierra y el sol tórrido de las mañana. Ello curtía sus músculos, templaba el alma.
En todo momento el compromiso con los desposeídos soplaba como una tonada helada en su oído. Y era una melodía dulce también. Saber que formaría parte de quienes lucharían por un cambio drástico la llenaba de coraje , de una ilusión, que no era del gusto de Dámaso. Lo consideraba pequeño burgués , rezagos de muchacha tonta encaprichada con ideas ajenas al mundo de donde provenía.
Sin embargo, Nina demostró una tenacidad a prueba de balas.
No solo logró que él admitiera su presencia en su más intimo reducto, su hogar,
sino que logró que narrara a cuenta gotas pasajes de su vida de campesino rebelde y valiente.
Cuando Dámaso desaparecía por días enteros, Nina viajaba a las alturas a dedicarse a negociar para sobrevivir y entablar relación con gente que podría ser útil a la lucha.
Descubrió que muchos campesinos habían regresado de Lima y otras capitales de provincia, hartos del maltrato, de los sueldos de hambre y de la misma explotación que asola como una plaga maldita a este mundo mal hecho.
Poco a poco, con un sigilo de seda, buscaba a sus mujeres primero, así llegaba a los hombres. De ese modo, ella ganó adeptos a la causa ,sin decir nada aún de la inminencia de los planes.
Algunos fines de semana, Dámaso bajaba al pueblo a emborracharse en la cantina. Nina le seguía los pasos como un perro fiel.
Temía la brutalidad de los borrachos, de los infiltrados de la compañía, pero la cantina era territorio masculino . Ella no tenía cabida en él.
Los domingos sí que disfrutaba de una libertad irrestricta.
Dueña de su tiempo , de su cuerpo, sentía el llamado del deseo y se tumbaba desnuda en el mar dorado de los maizales .
Ella recorría con deleite su cuerpo de muchacha, la frescura de sus senos y ese ímpetu de yegua brava que poseía cada partícula de su ser.
Cerraba los ojos, con una mano rendía culto a esos senos vivos y de pezones que lloraban por ser besados, con la otra se ocupaba con verdadera fruición en demorar el placer. La voracidad de su sexo, el reclamo de la orquídea , los jugos vaginales le causaban hasta gracia.
Entonces aplacaba esa sed interminable evocando a Dámaso.
Poco tiempo después , su imagen de amante potencial se desfiguraba en el tiempo y se esperanzó en encontrar entre los maizales a algún joven campesino que no se resistiera al amor.
Además, los compañeros de lucha son sagrados y la regla de oro es no intimar, no permitir que los sentimientos nublaran el fin , el objetivo.
Sin embargo, el tiempo, el azar tenían aún muchas lecciones de vida para ella.
Continuará
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