El pescador sentía verdadera veneración por su limeñita.
Besaba uno a uno sus cabellos, cada vez más claros por el agua del mar.
Empezaba el ritual de adoración, desde las plantas de los pies.
Recorría de abajo hacia arriba hasta sus piernas, como un feligrés adora a una divinidad, mientras ella acariciaba febril, su pecho monumental. El alcanzaba con sus labios la orquídea , el fruto henchido , donde él lamía las pozas entre sus labios , a punto de derramarse ardientes en su boca.
El sabía que la complacía carnalmente.
Y ella dependía de ese placer .
Más no bastaba para pensar en una vida estable a su lado, ni junto a nadie.
Ella debía recorrer el mundo y cambiar las injustas condiciones de trabajo.
Tales sueños la hicieron marchar una noche de la comodidad de su hogar y atravesar desiertos enteros.
Sentía ya las ganas de partir hacia lugares menos tórridos, donde la majestad de las montañas , le quitaran el aliento.
Contemplar de cerca el trabajo de las minas. La explotación de los mineros, la formación de los sindicatos. A ello salió de su casa, a conocer y vivir en carne propia la miseria de los pongos, los mineros, aquellos hombres del ande que entregan la salud, sus pulmones por enriquecer el bolsillo del patrón.
Quería partir cuando el verano amenguara , y la temporada de pesca terminara . Su pescador mudaría entonces hacia otros mares.
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