Antes de la aurora, Nina salía a a conocer las alturas del poblado.
Tomaba unos colectivos, que las mujeres le indicaban fuera del poblado y viajaba apretada entre animales , gruesos sacos de pan llevar hasta llegar a los pequeños poblados de casas de adobe,
donde los niños de rostros hermosos y rojas mejillas los rodeaban curiosos.
Nunca contempló un cielo tan limpio , de mil tonalidades de azul como el cielo de las alturas, donde el sol tórrido y la luna convivían en perfecta paz .
Por suerte, nadie hablaba mucho ni hacían preguntas.
Esa era una diferencia profunda con la gente de la costa, que tiene una curiosidad casi malsana en conocer los detalles más íntimos del primer forastero que llega.
La gente de los poblados de la sierra es reservada y silenciosa.
Cómo no ser así de desconfiado cuando a través de la historia, cada extranjero llegado ha cargado con sus riquezas y los ha rebajado a la calidad de esclavos.
Ya por esos días, Nina había incursionado en el trueque y algún pequeño negocio entre las señoras de su comarca
Primero para procurarse ropa de abrigo y luego para solventar su comida y posada.
Los días de caminatas eran hermosos pues la soledad aguzaba sus sentidos y a su paso descubría riachuelos, cataratas de agua helada y clara. A lo lejos, picos nevados,que sabía conocería muy pronto.
De vuelta en casa, cuando la inquietud volvía asaltar su cuerpo de muchacha,
se tendía larga sobre el lecho a calmar esa sed que no se apaga nunca.
Bajo un poncho, desnuda , evocaba el cuerpo nervudo, las manos bruñidas de Dámaso . Sabía que reñía con sus convicciones pero la admiración por este hombre luchador lo hacía desearlo . Deseaba acariciar su piel , ese cuerpo hosco . El hecho que él la evitara, que no se rindiera como los otros, lo hacía más deseable.
Su mente se nublaba, su labios trémulos eran ya tan sensibles por el tiempo sin besos que apuraba el ritual de adoración , de calmar su propio cuerpo , imaginando, casi sintiendo literalmente la dureza esas manos gruesas sobre sus senos, ,que crecían , se hinchaban, dolían sus pezones erectos y cuando la orquídea era una fruta jugosa destilando, llorando de deseo, se estremecía en convulsiones, que doblaban su cuerpo. Lloraba, finalmente de placer saciado.
Ella sabía bien que era imposible acceder al alma, al cuerpo de Dámaso.
Pero desearlo como hombre, admirar su vida de luchador era solo el principio.
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