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miércoles, 14 de enero de 2015

Poema de Héctor Ñaupari



SALOMÉ


De todos los obsequios que hoy llegan al palacio, no recibiré el que más anhelo.

De todas las súplicas que me alcanzan esta noche, entregaré la que no debo, pues lleva en su entraña mi condena.

Nada humano ni celestial deseo, sólo corromper la pureza enjoyada y tibia de tu vientre, sólo saborear tu piel de jazmín y aurora, sólo delirar en tu belleza insondable como un sueño.

Es tu visión desnuda la que provoca el incendio de mi cuerpo, el infortunio de mi alma.

Pues si yo, Herodes, me enciendo por ti hasta que ni una ceniza mía quede que restañe en el viento, entonces qu e arda el mundo hasta su centro mismo si éste quiere hacerte suyo, Salomé.

Yérguete, sobrina mía. Obseso estoy por morder tu ávida carne de mi carne.

Elévate sobre mi culpa, hijastra. Traspasado me encuentro por paladear tu dulce sangre de mi sangre.

Inicias esta orgía que la historia y el mito llamarán danza fatal, génesis de fiebres terribles e infernales obsesiones.

Por ella la flama que consume hasta el pecado más perverso llevará siempre tu nombre.

Cada giro tuyo me arrebata y compruebo que te propagas rápidamente por mi alma, como el mal que castiga el nombre de mi estirpe.

¡Ah implacable naturaleza del desenfreno, a ti te invoco!
¡Ten piedad de mi lujuria!

Déjame caer en la tentación de su abrazo, déjame probar el conjuro de su boca, imprégname de su perfume turbulento, derrota con sus besos de miel y de camelias la pasión que padecí por Herodías, maldíceme con una muerte de averno y sangre putrefacta con tal de devorarla en un anochecer sin freno y sin final.

¡Cada sentido mío se complace en tu melena de tormenta!

Me sumerjo en el encantamiento de tu cabellera oscura, huérfana de toda virtud.

Ella se agita sobre tus muslos y tus pechos, sobre tus hombros y tus manos, se difuminan tenebrosos apagando las teas del salón, hasta que no queda llama alguna, solo la ígnea negrura que precede a la agonía definitiva.

¡Mi carne enferma y viciosa está empapada de tu danza!

En cada vertebrar de las flautas y los crótalos se estremecen tus pezones mórbidos de rubíes, centellean los ojos incandescentes de las doradas serpientes que te envuelven, en cada nota desasida aletea la impúdica seda de tu angélico pubis.

¡Qué morbo ver tu sudor caer de tus caderas y tus nalgas en cada salvaje tañir del arpa de David!

¡Qué gozo cuando sueño ceñir mi sexo en el tuyo, sueño que me voy entre tus muslos, sueño que abandono mi semen en el abismo de tus labios, sueño tomando a la fuerza tu cuerpo de marea, incienso y laberinto, que golpea, asfixia y extravía, Salomé!

Ahora, que tu danza concluye, pídeme lo que quieras.

Pídeme todos los infiernos de los que está poblado el mundo, pídeme todos los cielos que nos serán negados hasta el fin del tiempo.

Pero besas la boca muerta del Bautista y el demonio del desprecio me posee como antes lo hizo la lujuria mortal que me acompaña. ¡Si esos labios rígidos fueran los míos!

Oh virgen cruel, te despojaría de las joyas que te adornaron, de los velos breves que te entrevieron, de esa piel hechicera, esa cabellera iracunda, de tus caprichos susurrados en suspiros sangrientos.  

Y no habría lugar para tus sollozos, ni piedad para tus quebrantos.

Y te vería partir indiferente al cadalso nupcial que adornamos con nuestras abominaciones.

Y sería mi propia muerte agusanada el regalo final de aquella infame noche.

Y llevaría tu nombre la histeria, el fuego, el hechizo, el incesto, el sacrilegio, y mi blasfemo amor, maldita Salomé.

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