Dámaso protestaba, inquieto la oprimía contra sí.
Ella disfrutaba con su desesperación.
Risueña, divertida , ella besaba, acariciaba sus ingles, los interiores de su sexo.
Sintiendo la tensión de su vientre, lo arañaba. Besaba, luego.
Alternaba el dolor, con la ternura de una caricia. Reía.
El gruñía, movía la cabeza como si fuera a morir asfixiado.
Ella entraba a su boca , engullía su lengua. Bífida . Alada.
Ella se sentaba sobre él .
Antes, tomaba sus dos dedos y los rozaba delicados sobre sus labios, crecidos como vulvas rojas.
Como le gustaba a Nina esa caricia . Entornaba los ojos y movía las caderas en un baile de torso, con los senos hinchados y duros.
La danza era, con los dedos de él , guiados por su mano, y ella moviendo el torso , de adelante hacia atrás, las caderas como si fuera una odalisca
sintiendo su humedad abrillantar sus piernas.
Dámaso no imaginó hasta ese momento que el amor podría ser una experiencia casi mística.
Que el placer podría cobrar dimensiones cósmicas.
Ella tomaba sus manos grandes y los llevaba hacia sus pezones.
Arrancando gemidos de hembra brava.
Ya él sabía acariciarlos como a ella le enloquecían.
Y se iniciaba la danza salvaje, la yegua y el potro remontando hacia el cielo de los placeres supremos.
Y era el bufido estrepitoso de él , coreado por los cerros,
y el canto de sirena de Nina, profundo, como si saliera de los interiores inexplorados jamás por ningún otro ser vivo.
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