Con las mechas doradas sobre el rostro, Nina mascullaba su furia en silencio.
Carajo, al final era ella, la mujer quien debía pulir las ollas con las uñas , las tareas más pesadas. Preparar la comida para un regimiento de hombretones y mujeres hambrientos, servir los platos de barro , quemarse los dedos, maldita sea, eso también era ser revolucionaria .
Los camaradas habían arribado de madrugada. Bajaban de la puna, ateridos de frío, y hubo que hacer una especie de lecho común para que durmieran todos.
Se habían adelantado a la fecha acordada, pues la policía les pisaba los talones.
Entre ellos había varias mujereres que durmieron hasta tarde.
Ellas eran tan distintas a Nina. Las encontraba hoscas, agresivas en su modo hablar . Sería el cansancio, el miedo. En fin, Nina se alzó de hombros, siguió con lo doméstico y dispuso a ser menos puntillosa cuando las camaradas despertaran.
Al mediodía las encontró despiertas y les ofreció comida.
Así inició un primer acercamiento sin el prejuicio que ella tanto combatía en otros, pero lo experimentaba al ver a esas mujeres fuertes, poderosas, tan seguras de sí mismas. Ellas apenas miraban a Nina. Quizás por ser blanquiñoza, y de la costa. No era momento de disputas ni celos.
Habló con Dámaso y expuso su caso.
Dales tiempo le pidió, ella asintió no sin mirar de soslayo a una de ellas que ya pretendía desnudarse frente a Dámaso.
El puso orden imponiendo horarios y organizando las tareas colectivamente.
Así Nina, pudo aprender por fin a sostener un fusil entre sus manos. Acariciarlo, como si de un ser vivo se tratara. . Y practicar puntería lejos, en el monte , donde nadie pudiera sobresaltarse.
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