A su regreso, Nina fue recibida con mimos de niña chica por la dueña de la posada.
Temía por su salud y en poco tiempo la sonrisa dulce de la chiquilla la había conquistado. Se encariñó con la muchacha como la hija que nunca tuvo.
Sus afanes de chiquilla trabajadora, incansable, que iban y venían a la hora de trajinar la comida y entretener a los viajantes eran admirables.
Nina aprovechaba toda ocasión para averiguar datos relacionados con la mina.
Ya conocía los nombres de sus dueños, sus rutinas diarias, el ir y venir a través de la mina.
Supo con rabia que ni los propietarios ni los gerentes ni siquiera los operadores bajaban a los socavones. Ellos se dirigían a través de altavoces. Comunicaban órdenes imposibles de cumplir, castigos en la oscuridad húmeda de aquél lugar asesino de hombres, Primero mataba sus pulmones y cuando éstos se derramaban en sangre, los sacaban de la mina a patadas como perros chuscos para evitar el contagio de los abejorros de la colmena.
Era la escena de ver a aquellos infelices sostenidos por un árbol, escapándose la vida a cada ataque de tos,
Cuantas veces, Nina alivió su agonía , aligerando su muerte con un pañuelo que asfixiara al infeliz.
Sabía que por el momento era lo único que ella podía hacer,
Sentía caer sobre sus brazos el cuerpo ingrávido , ya lejos del mundo y ella procedía a cavar una tumba, El epitafio decía: Aquí yace un revolucionario que dio su sangre en pos de la libertad de sus camaradas, Poco a poco, el campo fue colmándose de epitafios, todos escritos con la misma caligrafía de colegio alemán,
Luego del supuesto mandado , Nina regresaba a la Posada con el alma ligera .
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