A medida que los días pasaban, la cara de Nina, cambiaba de color. De rojo púrpura a morado como un camote
y los moretones abarcaban casi la totalidad de su rostro.
Ella se miraba al espejo, con las piernas adoloridas por los palazos recibidos,
sin reconocerse.
Felizmente, ella no era ni vanidosa y solo le interesaba saberse con el coraje de haber mantenido la boca cerrada. Nada le sacaron. Por más amenazas de arrancarles los dientes, la policía finalmente la echó a la calle. Desde ese momento, Nina redoblaría su seguridad.
Doña Petronila, la dueña de la pensión, se comportó como una verdadera madre. Aquella que Nina jamás conoció y si bien , al principio estaba tan aturdida y adolorida que se dejó cuidar sin chistar por una semana. Pasado ese tiempo sentía un sentimiento desconocido , emociones de gratitud y ganas de llorar frente a ella, que era algo jamás permitido por ella ante ningún extraño.
Nina no sabía que la doña Pertronila había perdido una hija en la guerra interna que vivió el Perú en los 80 y que apenas Nina apareció pidiendo un cuarto primero en la posada, luego gracias a su buena disposición para el trabajo, la contrato pues le recordaba a su hija desaparecida.
Eso no lo confesó jamás , pero había visto pasar tantas muchachadas golpeadas, torturadas, que su instinto inmediatamente las cobijaba.
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