María tuvo desde su más remota edad la inquietud por la belleza, el color añil de las auroras, las caídas del sol
Los ojos de su padre obraban en ella con igual poder.
Eran el significado de lo bello, ante lo que ella bajaba los ojos, vencía su voluntad. Tras ese color, recorrió desde niña las calles de cemento, los barrios de barro , las grandes unidades vecinales . Amaba también lo marginal , lo obrero como las unidades de las antiguas fábricas como Nicolini o las de la Carretera Central donde se formó el movimiento obrero pero eran los colores añil , aquellos propiedad del mar y del cielo, los que la apasionaban al punto de arriesgarse a subir a los barrancos, solo por ver un color de mar distinto a los otros. Cada distrito, cada malecón , cada hora variaban de intensidad. Y ella los recorría todos. Era como si sus días dependieran de la belleza que luego traducía a poemas.
María amaba lo marginal, los bares , las quintas antiguas y olvidadas. Una vez, la emoción de descubrir casualmente el parque Hernán Velarde, la dejó sin aliento . Volvía siempre que podía a admirar cada casa que había sobrevivido al tiempo. Sus jardines en pleno centro de la ciudad era como la Quinta Heeren , sus paraísos.
Por lo tanto, decidió conocer los linderos de su barrio residencial y así fue que con una bicicleta pudo recorrer tardes enteras la Plaza Bolognesi. Le gustaba mucho pararse allí y ver a lo lejos la sonrisa abierta , el mar.
El Manicomio y sus hermosos jardines la atraían desde siempre. Ella sabía que pertenecía también a aquél lugar y paseaba feliz entre los pacientes. Tomó el lugar de las voluntarias y así pudo conocer cada historia de las internas. Conversaba con ellas, todas habían ingresado por emergencia en plena crisis y trasladadas a piso una vez mejor. Nadie regresaba jamás por ellas. Se convertían en las pacientes eternas del Pabellón Cinco .
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