Se produjo el milagro.
L. salió a su café. María tras de él pero en otra dirección.
Trotó , trotó como hacía mucho no lo hacía. Con ganas, energía y llegó a la Salaverry, bajo por el malecón. Nueva manera , más rápida y sucia de llegar a la playa.
Amada playa mía, el mar brillaba al sol, mis ojos , todo mi ser sonreían por la inmensa felicidad sentirse libre, nuevamente.
Las olas lamían la arena, ella se descalzó y se mojó hasta las pantorrillas.
Que belleza, la soledad de la playa era un regalo para su locura.
Saltaba, se tendía, volvía a brincar como una cabrita, como la niña grande que era.
Cuánto lamentó no haberse atrevido antes a emprender esta aventura .
El mar, rotundamente azul, la tarde tan clara que se podía ver hasta la punta y un horizonte lejano, hermoso, como la alegría que colmaba su pecho. Era ella nuevamente , había recuperado su condición aventurera.
Mañana iría a Lince, quería volver a esas quintas con flores rojas y buganvilias. Al barrio de Ana, donde siempre se sintió como en casa.
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