María amaba los domingos.
Dedicaba el día entero a sus paseos en bicicleta.
El cielo continuaba celeste, a pesar que el otoño en su ciudad era gris como el cielo .
El calor no era como aquél verano pasado
María, con tal de sentirse libre no le importaba ni calor, la llovizna eventual, que humedecía las calles y podía resbalar las ruedas y tirarla al suelo.
Ella necesitaba una bocanada de aire puro, cumplir con su rito dominical.
Llegar al malecón, dejar la bici a buen recaudo , escalar las piedras del barranco, sentir fluir la adrenalina por el cuerpo y alcanzar la cumbre.
Desde el pico más alto, se sentía poderosa, vencedora.
Contemplaba el mar, jugándose la vida, esa sensación de aventura, de jugar con el riego, la fascinaba.
El mar era la felicidad, su paz, la belleza más misteriosa, seductora que conocía.
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