Y así les llegó el alba,, helado tan frío que su piel no lo sintió de lo contenta que estaban.
Inmediatamente, doña Petro sacó una botella de su pisco más fino y preparó una caspriroleta para prevenir los resfríos de estas muchachas. Al final, hasta Rocío había festejado con ellas en la tina, jugando carnavales con ellas como niñas chicas.
Doña Petra las dejó dormir la borrachera y a media mañana las esperaba con una mesa servida con todas las delicias de la zona. Una vez al año no hace daño, les retrucó, cuando las muchachas protestaron por el lujo y lo mimos.
El asunto fue que semana de por medio se turnaban para ir a la cárcel. Rocío viajaba con frecuencia a Lima por obligaciones partidarias y dejaba sus encargos a Nina. Ella se había acostumbrado al olor fétido de la prisión, al hacinamiento de los presos. A contemplar el hacinamiento humano sin pestañar, aún por dentro se le hiciera añicos el alma.
Gregorio aprendió a confiar en ella como si fuera la propia Rocío se tratara. Le habló en alguna oportunidad de sus amigos, aquellos mineros y su respuesta, fue contundente. Ellos se hicieron despedir pues desde fuera la lucha es más fácil , menos riesgosa que desde dentro.
Nunca más volvió a preguntar por ellos pues ya pertenecían a un pasado lejano que no volvería,
Además, ellos continúban en el mismo lugar, con las mismas consignas sin un ápice de cambio.
Gregorio no se equivocaba. Ellos estaban en un marasmo político , hundidos hasta la nariz. Sin posibilidad alguna de salir. Así ellos estaban cómodos y a salvo.
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