Nina cumplía con cada directiva de los mineros. Volanteaba por la ciudad en las narices de la policía, aún su mala experiencia, Había logrado concientizar a un grupo de comerciantes ambulantes que vendían caldo de gallina en las calles, a aquellos que jamás tuvieron un lugar estable para vender.
Subió a las alturas a hablar con los comuneros con el poco quechua que aprendió de Dámaso, amado Dámaso , cómo lo añoraba, sentía su fuerza telúrica en cada pasa suyo. Y aquellos comuneros se rendían a su verbo encendido. Ellos conocían de la desgracia que les traería a todos la mina, pero al discurso bien explicado en su mismo idioma por esa gringuita de cabellos como el trigo, los convencía del todo.
Pronto, Nina contó con un contingente de gente bravía dispuesta a tomar las armas.
Algo inédito en su historial político. Sintió además que esa rabia, el rechazo de los mineros le impulsaron a aventurarse más allá que la casa de ellos. Ya no buscaba amor ni protección, Bien claro se lo dijo a boca de jarro el mayor de los mineros, quien fuera su amante o seguía siéndolo, ya no lo sabía ni le interesaba, tampoco. Ella estaba embuía en su lucha y nada la distría de ello. El amor pasó a un último lugar en sus prioridades. Dulce con el pueblo y violenta a la hora de arengar , ya nadie le ganaba terreno. Ni sus propios amigos mineros , a quien la desocupación había convertido en teóricos . Habían perdido su capacidad de movilización y accionar . Debían reconocer que la gringuita los había superado con creces.
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